Eternidad
*Recuérdame como un día imaginaste que fui
domingo, 27 de febrero de 2011
Sinceridad de Srta. Nostalgia
miércoles, 23 de febrero de 2011
La pena de Ashley
Su aparición fue un antes y un después en nuestras vidas. Ella dio un cambio de color en cada matiz de nuestra odiosa rutina. Y cuando se fue, la oscuridad fue aún mayor que antaño.
Anaís por fin pudo regresar, y Richard y yo, nos quedamos solos. Él, porque ella había desaparecido para siempre. Y yo… bueno, porque al desaparecer Anaís, Richard ya nunca volvió a ser el mismo, y fue lo que yo perdí.
Richard no pudo soportar el vacío que ella, ese ente odioso que acabé sin remedio por tomar cariño, y todo lo que le recordaba a ella (básicamente el mundo en sí) era demasiado para su día a día. Así que decidió cambiar de hastío, abandonando las infinitas cosas que relacionaban su existencia con ella. Y entre esas muchas cosas, estaba yo, claro. En momentos como aquel deseé, muy a mi pesar, que hubiéramos hallado la manera de retenerla aquí, aunque tuviera que vivir con el corazón roto, para que Richard sintiera esa paz que sólo ella sabía proporcionarle, porque con su ausencia, a mí se me arrebataba lo único valioso que había en mi vida: él. Era una mujer exitosa, ya lo saben, desde que mis primeros (y ahora desgastados) tacones tocaron esta ciudad de polvo, nada volvió a ser igual. Dinero, hombres, buena salud, buenos proyectos… todo eso era insustancial, y lo sigue siendo. Solamente servía para mantener mi ego en un alto lugar y para sobrevivir. Pero Richard… él fue la primera persona que consiguió sacarme algo más que un polvo y una bordería. Sabía cómo era y me aceptaba. Y lo sigue haciendo. Nunca me amó, pues a pesar de que el sexo era salvajemente bueno, pocas veces se quedó dormido a mi lado, y en sus ojos nunca vi nada más que una profunda y amistosa conexión de dos personas que comparten la soledad y algún que otro vicio. Podríamos haber sido la pareja perfecta: dos misántropos, amantes del cine, de la buena música, sexualmente activos, inteligentes… Pero faltaba amor, amor por su parte. Él sabía perfectamente que yo jamás le haría feliz, principalmente porque él no podría haber cuidado nunca de mí, o al menos siempre tuvo esa sensación. “Tú eres demasiado mujer para mí”, solía decirme. Y yo, triste, me castigaba por no ser capaz de mostrarle que era la mujer más sensible que podría haber en todo el mundo, realmente. Nunca me amó, y nunca lo haría. No como yo quería que lo hiciera. Pero a pesar de todo, yo siempre le quise. Aun cuando Anaís apareció en nuestras vidas, rompiendo el equilibrio que habíamos conseguido, aun cuando él se obsesionó por mantenerla con vida y ya no me llamaba para otra cosa que no fuera accesos y ayuda para la chica “de otro mundo”. “¿Estás loco?”, le dije cuando vino con ese cuento de hadas. Pero él sabía que yo, por alguna extraña razón, le creería, y le ayudaría. Y así fue.
Y ahora Anaís ya no estaba. Con su marcha, las sonrisas que habían poblado la cara de Richard habían dado paso a una cara larga y melancólica, o ni siquiera eso. Tan sólo vacío.
Al principio Richard agradecía mi presencia, pues yo era la única prueba de que Anaís era real, de que sí había existido, así que pasamos mucho tiempo juntos, pero a la larga le acabó pesando demasiado la carga de vivir sin ella, y yo no hacía otra cosa que aumentar ese dolor, por lo que se fue. Abandonó la ciudad, su trabajo, la poca familia que tenía, y por supuesto, me abandonó a mí. Cómo lo pasé (y lo sigo pasando) es algo que sólo sabré yo, pues mis tacones jamás se tambalearán mientras yo los lleve puestos. Pero mi vida, el poco color que tenía, se fue junto a él.
Y una vez más, me tocó sobrevivir al dolor. Mientras estaba ocupada, no era demasiado difícil. La gente consideraba que era una mujer exitosa y feliz. Lo primero, de acuerdo. Lo segundo… en fin, qué fácil es engañar al mundo. A veces hasta me reía, pero nunca era esa risa profunda y sincera, ni esas sonrisas que sólo él conseguía sacarme. Él nunca me amó como yo quise, pero me amó. Cuidó de mí, cuidó de nuestra soledad. Y ahora él había decidido huir del dolor.
Pasaron las semanas, los meses, y lo único que tenía de él era el recuerdo. Deseaba con todas mis fuerzas que estuviera bien, que ojalá hubiera aprendido a vivir con el dolor. Que la hubiera olvidado sin olvidarla, pero no sabía nada de él. Hasta que un día, un correo anónimo, sin más, hizo palpitar mi aletargado corazón.
“Escucho el sonido de tus tacones desde la distancia”
Y deseé que fuera él.