Adrienne
estaba cansada de las calles de París. La elegancia y misticidad de su bella
ciudad le aburrían ya, pues había llegado un punto en el que su capacidad de
apreciación había quedado anulada. -¿De qué sirve tener ante tus ojos las cosas
más únicas si sólo tú las disfrutas?- pensaba últimamente. Así que ahora lo único
que seguía admirando era el cielo gris, siempre amenazante y encantador.
Harta ya de
la ciudad pues, y de las falsedades propias de personas que se autoetiquetan
como amigos pero que nada más son circunstancias interesadas en tiempos buenos
y fantasmas en tiempos malos, pasaba mucho tiempo sola. La mayor parte del
tiempo le gustaba. Es más, le encantaba. No tener que darle a nadie
explicaciones de por qué le ponía azúcar a todo o por qué cogía la taza de esa
manera al tomar café, o por qué prefería los días nublados antes que un sol
gigante, le atraía demasiado. Sin embargo, había momentos –pequeños- en los que
se sentía realmente vacía. Hay tantas y tantas parejas diariamente en París…
Tomando un café en una terraza con vistas a los campos Elíseos, decidiendo qué
película ver el viernes noche, haciendo fotos de paso, o simplemente sentados
en un banco mirando a la nada. Era repugnante, sin lugar a dudas, pero una
parte de ella envidiaba esa aparente complicidad entre aquellas personas, ese
vínculo que parecía dar respuesta a las posibles diferencias entre dos almas
que por algún motivo caminaban juntas en el día a día.
Así pues,
ante el aborrecedor estancamiento que Adrienne estaba sufriendo, y el vacío que
aletargaba todos sus sentidos, acababa por recluirse en el único lugar
escondido del atropello constante de luces y ajetreo que era París: un tímido
bar de los años 20 camuflado entre el esplendor del barrio latino. Con luces
individuales y un ambiente tenue y relajado, Adrienne pasaba las tardes leyendo
a Hemingway y Bukowski sin que el más leve ruido o actividad la interrumpiera.
Por lo general el bar no estaba muy transitado. Algunas personas entraban a
tomar un café rápido y seguían con sus vidas, pero la mayor parte de la
clientela la proporcionaba ella y algunos bohemios demasiado adultos en busca
de algo de concentración para plasmar ideas que tuvieran sentido en
papel/ordenador, sin mucho éxito, por lo poco que Adrienne podía deducir. De
vez en cuando entraba algún estudiante reunido con su panda habitual, pero a
ella le daba más la sensación de que estaban allí por aparentar que porque
realmente comprendieran la esencia de aquel sitio. Así que una vez se
acostumbró a la dinámica del bar, se dejó perder entre páginas y páginas
durante muchas tardes de ese otoño tan oportuno, alienada por completo de todo
cuanto ocurría a su alrededor.
Una tarde
de las muchas que pasaba allí, algo diferente a lo habitual sucedió. Un chico
de unos veintitantos, bastante alto, moreno y de ojos intensamente verdes se
acercó. Adrienne ni se había dado cuenta, por lo que sólo salió de su
ensimismamiento cuando el chico habló:
- Perdona,
¿puedo coger la silla?
- Sí –
contestó Adrianne, y después volvió a sumirse en las aguas profundas de su
lectura.
A la semana
siguiente volvió a suceder. El chico le volvió a pedir una silla. Adrienne
estaba tan fuera del mundo que no era consciente de que el bar solía estar
vacío y que por tanto, sobraban sillas por todas partes. Este hábito pasó de
ocurrir cada semana a ocurrir cada día, y al final Adrienne acabó por darse
cuenta.
- ¿Me prestas
una silla? – dijo el chico, de nuevo
- No le
comprendo, señor. Hay sillas por todas partes. ¿Por qué viene siempre a pedir
las que están en mi mesa?
- El resto de
mesas suelen estar vacías la mayor parte de la semana. La suya, sin embargo,
rebosa vida. Cuando no se sienta en una pone las piernas encima; en otra deja
siempre el bolso, y a veces incluso deja libros en la que suele quedarse libre.
Quizás lo vea estúpido, pero sus sillas me llaman más.
- Es muy
estúpido. Además, ¿cómo sabe todo eso? Ni que me espiara. Porque no lo hace,
¿no? Espero, vaya, sólo me faltaría tener problemas en el único sitio en todo
París en el que estoy cómoda.
- No, no,
mucho me temo que no la espío. Pero si algo he podido observar en todo este
tiempo es que su interés o capacidad de observación es bastante nula. Lleva viniendo
aquí unas 4 semanas, y creo que sólo me recuerda de las dos últimas, y por el
simple hecho de que sistemáticamente vengo cada tarde a pedirle prestada una de
sus sillas. No se ha dado cuenta de que estoy aquí siempre, ni de lo que hago.
- ¿Y qué
hace?
- Escribo
- Ah… ¿y qué
escribe?
- Novelas
- Me encantan
las novelas. ¿Qué tipo de escritos hace?
- Aún no lo
he decidido, señorita.
- Oh, de
acuerdo. Bueno, pues llévese mi silla, entonces. Y por favor, tutéeme, sólo
tengo 19 años y me queda demasiado grande ser tan formal.
- Lo tendré
en cuenta, señorita...
- Adrienne.
Mi nombre es Adrienne.
- Oh, un
nombre de lo más acertado, señorita Adrienne. A mí puedes llamarme Christian.
Un placer.
Cuando Christian
se hubo sentado en su habitual –pero desconocido- sitio, a Adrienne por primera
vez en semanas le costó concentrarse en su lectura. Levantó la cabeza del libro
y miró disimuladamente en la dirección hacia la mesa de ese chico excesivamente
formal, y raro. Su mesa estaba muy impecable (no como la suya). Tenía un café
latte a la derecha del portátil (un Mac, buena elección)y lo que quedaba de
mesa estaba ocupada por un Moleskine tamaño medio abierto por una página
cualquiera, en la que se podían ver trazos de una letra algo enrevesada pero
bella, sin poder distinguir mucho más.
Escribía
fluidamente, como si las palabras estuvieran saliendo a borbotones de su
cabeza. Era evidente que estaba inspirado. A veces miraba su libreta pero
parecía mucho más concentrado en lo que le venía nuevo que en los textos
antiguos que podía tener. ¿En serio llevaba ahí tanto tiempo? Jamás se había
percatado de su presencia, pero ni de la de ningún otro, para qué engañarse. A
veces paraba de escribir y se ponía a mirar al techo, como si buscara cómo
expresar mejor una frase o un concepto. Otras veces la miraba y la encontraba
mirándole, situación de la que ella salía airosa enviándole una sonrisa cortés
y haciendo que volvía a centrarse en las letras de su libro, pero eso era lo
único que veía, letras inconexas.
La tarde del
viernes de esa misma semana, después de que se sucediera el protocolo habitual
de pedir silla, etc, Adrienne decidió probar algo diferente con la intención de
recuperar su concentración para leer, porque lo cierto era que desde que
Christian se había presentado, sus tardes eran muy poco productivas y quería
poner fin a eso.
- ¿Te
apetecería, en vez de llevarte mi silla, moverte a mi mesa? Si no es un
inconveniente, claro. Hoy me apetece compañía presencial.
- Me
encantaría, Adrienne.
Y ya no
hubo vuelta atrás.
Impresionante!
ResponderEliminarCuándo te pasas por elche y me haces una visitilla?
Necesito un día de los nuestros
Miau, qué pasada *_____________*
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