Me pierdo en la noche siguiendo el rastro de sus labios
rojos. Tenues destellos de luz en la más fría oscuridad me indican el camino
que debo seguir para llegar hasta ella. No está lejos, pero es esquiva, no se
deja llegar fácilmente, y yo me vuelvo loco buscándola en cada rincón de la
ciudad encantada, pero a ella le encanta cada paso que doy en su nombre, porque
forma parte de su juego. Yo soy sólo una pieza más que da sentido a su puzzle y
cada noche prueba a encajarme de una manera diferente. Podría parar con su
juego de niña mimada, pero sólo puedo pensar en sus uñas carmín. Necesito
llegar a ellas, besarlas, acariciarlas en mi cara y no dejarlas ir.
En la esquina de la calle de abajo veo una sombra. Ha de ser
ella, no puede ser ninguna otra. Me dirijo impaciente, desde fuera un
alma más que vaga por la inmensidad de la oscuridad, pero para mí no está
oscuro, pues tengo bien iluminado el camino que tengo que seguir para
alcanzarla, no podría tener más certeza en una sola idea como la que me mueve a
seguir el sonido de sus tacones rojos.
Veo un pequeño rastro de su pelo y me siento frenético.
Necesito enredar mis dedos en él y oler su sabor, perderme en su cuello y
embriagarme con el calor que desprende, morderlo y besarlo como si de él se
desprendiera el maná que da vida y muerte a simples mortales como yo.
Como si un ser divino fuera,
me ha leído el pensamiento. Lo sé porque escucho su risa juguetona al
otro lado de la calle. No puedo aguantar más, tengo que llegar a ella, así que
echo a correr hasta llegar a la paralela.
Y ahí está, con una sonrisa triunfal. Claro, ella sabe tan
bien como yo que es la única ganadora de este juego, pero también sabe que me
da igual, pues lo único que quiero es que sea mía. Sus ojos cristal al mirarme
rompen el hielo que habita en mi hastiada alma y lo derriten. Me deja sin
mecanismos de defensa, vulnerable y a su merced, pero no importa, porque la
deseo.
Me acerco a ella, está sencillamente preciosa. Lleva un vestido negro
como la noche y unos zapatos rojos como el diablo, y su pelo lacio acaricia sus
hombros y su espalda descubierta. Está poseída por la perfección y yo me dejo
caer a sus pies..
- Casi lo has conseguido – me dice
De repente me enseña una llave, probablemente la de su
corazón.
- Haré lo que quieras. Moriré por ti, si así puedo
arder contigo.
Ella sonríe, pero ya no hay malicia. Ya no le preocupa
mostrar que me quiere, porque lo cierto es que no puede dejar de mirarme, y si
no fuera por la noche podría intuir una tímida lágrima dejándose morir por su
sonrosada mejilla.
- - No dejes que el fuego se apague nunca. Esta
ciudad ha de arder para siempre con nosotros en ella. De lo contrario sabes que
ambos moriremos.
Y yo, sin poder evitarlo, me río como a quien le acaban de
contar la anécdota más graciosa del día. Lo que me pide es demasiado sencillo,
pues a alguien que ha nacido en el infierno no puede de ninguna manera hacer
cenizas del fuego, y más cuando éste nace de la pasión carmín concebida por el
mismísimo diablo hecho mujer.
- - No temas, no hay agua suficiente en este mundo
ni en ningún otro para apagar esta llama.
Y nos fundimos en el más rojo de los besos, y ella supo que
la amaría para siempre.
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