A las 21 h en punto salí de casa. Él me esperaba a a y
media. Salí con una minifalda y una blusa de semitransparente color negro.
Aunque pudiera parecer lo contrario iba muy informal, y aunque mis stilettos me
acompañaban, amenizando y anunciando mi llegada a cada paso que daba, lo cierto
es que esa noche estaba bastante triste.
Llevaba meses pasando cada viernes con él, y me encantaba.
Era una relación perfecta y equilibrada,
pero con una única condición: duraba un día a la semana. El resto de noches, o
días o tardes los pasaba con otras mujeres que completaban su agenda de forma
religiosa. A mí nunca me había importado porque ese hombre no era nadie para
mí, sólo un pasatiempo con quien liberar tensiones y de vez en cuando apaciguar
mi soledad, pero últimamente eso había cambiado. Un día, probablemente haciendo
cualquier cosa estúpida y cotidiana, te acuerdas de él y se te encoge el
estómago porque estás sintiendo algo intenso. Te das cuenta de que tienes ganas
de verle y de pasar tiempo con él, de contarle la tontería de turno sólo por
verle sonreír y que después del sublime sexo salvaje te dé un beso en la frente
y se quede durmiendo abrazado a ti.
Saqué mis Lucky Strike y encendí uno. Me acordé de Lucky,
como siempre, pero esta historia jamás fue sobre él. Fui paseando hasta su
casa, afortunadamente no se encontraba demasiado lejos. Cuanto más cerca
me hallaba más triste me sentía, pues iba a hacer lo que llevaba deseando hacer
durante toda la semana (estar con él) y a pesar de ello sabía que sería como si
no le viera, porque no era mío, y cuando un hombre no es tuyo ya puedes mover
cielo y tierra, que su pene pensará por él la mayor parte del tiempo y sólo se
fijará en ti cuando se le active el radar-vagina.
Ya enfrente de su casa apagué el cigarro, no quería que me viera fumar porque inutiría que estaría nerviosa y era lo que menos necesitaba. La puerta de la entrada estaba abierta
y justo me topé cara a cara con él. Tenía la peculiaridad de siempre bajar a
por mí para subir juntos a su piso. Era una completa chorrada, pero por alguna
extraña razón le hacía sentir bien conducirme hasta su casa, decía que de lo
contrario era muy superficial.
Subimos al ascensor. Ya no recordaba ni por qué estaba
triste hacía unos minutos. De hecho no podía recordar nada en ese momento
porque en lo único en lo que me podía fijar era en su espalda ancha marcada por
esa camisa negra tan bien elegida. Si algo no le fallaba era el estilo, siempre
acertaba. No podía dejar de mirar su cuello, su respiración me incitaba a inspirar
su propio aire hipercápnico, y su boca latía con pseudópodos imaginarios que se
entrelazaban en mi cintura para acercarme a él. Tenía que acercarme a él. Me
estaba hablando pero yo me tenía que acercar.
Mientras el ascensor subía lo apoyé contra la pared y le
empecé a comer el cuello directamente, me estaba llamando a gritos.
El lóbulo de su oreja me parecía el postre más suculento que nadie me había
ofrecido jamás, y finalmente su boca era el pecado más grande que nadie podría
probar. En esos momentos me pertenecía 100%.
Llegamos a su planta y nos despegamos momentáneamente, mi
mente impaciente por escuchar el cierre de la puerta detrás de mí y poder
dedicarme por completo toda la noche si hacía falta a complacer a ese hombre al
que deseaba (y amaba). Pero al observar con un poco de detenimiento la estancia
mientras él besaba cada centímetro de mi cuerpo contra la pared, me percaté de
un pequeño, diminuto, casi imperceptible detalle. Y es que allí, en el respaldo
de una silla, había una rebequita azulada que evidentemente no era mía. Él, por
instinto, siguió la dirección de mi mirada e hizo una aclaración despreocupada:
“Se le ha olvidado a Clara, ya se la devolveré”, y siguió besándome como si
mañana acabara el mundo. “La de los jueves, ¿no?”, le dije, áspera. “Sí”.
Lo aparté, se me habían pasado todas las ganas de hacer
cualquier cosa con él. A veces es muy fácil omitir la información dolorosa con
tal de pasar un buen rato con la persona
que te provoca el sufrimiento, pero en esos instantes yo quería destruir a
Clara, quien había ocupado la cama y la polla de mi hombre de la misma forma
que yo lo iba a hacer esa noche.
Él en un principio no entendía nada pero más tarde hizo una
extraña deducción sobre la “perversa mente femenina” y sus inescrutables
caminos.
- No has de preocuparte, sabes que de entre todas ellas tú
eres mi preferida – dijo “mi” hombre.
¿Qué se supone que debía hacer yo? Era la chica de los
viernes y no había más, pero hay momentos en los que la verdad bulle en tu
sistema vascular y se escurre entre capilares y vénulas hasta que consigue
salir sin que tú puedas hacer nada por evitarlo.
- Sí, por lo menos hasta mañana.
Y a partir de ahí todo cambió.
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