De eso que tienes un día de mierda y es viernes. Estás
asqueada de estar en casa pero no tienes ni maldita idea de dónde están tus
amigas, las intentas localizar pero han desaparecido de la faz de la tierra.
Pues digamos que yo me hallaba en esa situación. En realidad suponía que ellas
estarían en aquel bar pseudohipster intentando beber más de lo que pueden, como
siempre. Si hubiera sido cualquier otro día me habría quedado en casa evadiéndome
con alguna serie llena de hombres trajeados y frases ingeniosas, pero esa noche
no podía quedarme de brazos cruzados, tenía que salir, moverme, lo que fuera.
En el momento en el que decidí la ropa que me pondría para
salir supe que no tenía ganas de jugar, así que adiós zapatos de tacón y
pintalabios rojo. No, la loba se quedaba en casa, estaba hasta los cojones de
fingir seducción con personas que no sabían ni de lo que estaba hablando. Así
que cogí mis sencillas sandalias negras
y las combiné con los vaqueros cortos de siempre y una camiseta de
tirantes morado satinado. Elegir esa camiseta fue al azar, era la que me
apetecía ponerme. El pelo suelto, como siempre, pero con algún coletero por si
me asaba de calor por el camino, en verano era una guerra constante la que
tenía con él, tan exageradamente voluminoso y rizado, no apto para el calor.
Toque de rímel, ligero rastro de sombra de ojos, y mis labios de un tono
frambuesa que combinaba con la camiseta. Lista.
Mi mal humor no disminuía mientras caminaba, pero tenía la
esperanza de que al encontrarme con mis amigas la risa y el payaseo sin sentido
me curaran todos los males. Bien, pues llego al bar en cuestión y no hay rastro
de ellas. Claro que suponer que iban a estar ahí por amor al arte fue un poco
retrasado por mi parte, pero, ¿qué sé yo? ¿Dónde iban a estar sino? Me acabé de
poner de muy mala leche.
En esto que estaba ya dando media vuelta para volver a casa
y destruir a la humanidad vía texto satánico, cuando se me ocurre la idea
lógica de: “ya que estoy aquí, me tomo algo”. En el fondo mis amigas me la
sudaban, era una simple excusa para beber en “sociedad” y no sentirme una de
esas mujeres cincuentonas que van a un bar solas para intentar reafirmar que
aún están en el mercado y a muy buen precio (a veces, gratis incluso). Pero esa
noche me la sudaba absolutamente todo, yo sólo quería beber, y fumar, aunque
para eso tendría que esperarme a salir a la calle.
Así que voy yo en plan malota y con cara de pocos amigos y
me siento en la barra, sola. Tengo 20 años y aunque no los aparento no dejo de
ser joven ni de llamar la atención que una rubia de ojos azules esté a punto de
perder la dignidad en un vaso demasiado grande para ella. Pero como digo, me la
sudaba todo en ese instante.
El camarero llega, joven y sugerente. Yo le miro pero estoy
demasiado seria como para que él piense por un segundo que en mi cabeza le
estoy violando por momentos. Me pregunta que qué quiero. “No lo sé, ¿qué me
recomiendas?”. Soy pésima para beber alcohol. Soy lo peor, porque no tengo ni
idea. He llegado a llevarme bien con el vodka pero ahora me vienen con que eso
es de nenazas y es mierda, y eso me pone de mal humor, así que estaba dispuesta
a aceptar lo que el camarero sugerente tuviera que ofrecerme. “Vodka con Blue
Tropic haría juego con tus ojos azules, y tiene un sabor muy dulce”. “Bien,
pues una copa de eso”. Era vodka, pero me daba igual, era bebida. Pero, ¿hola? ¿Haría juego con tus ojos
azules? ¿Por qué de repente la humanidad estaba plagada de homosexuales? Y eso
que los amo un montón, tengo muchos amigos gays, pero, joder, esa noche no
quería ver cómo un hombre se fijaba más en el tipo de tela de mi blusa que en
lo que escondía tras ella. De mal en peor.
Cogí mi copa y la probé, y lo cierto es que estaba
increíblemente dulce y deliciosa. Tanto, que me la bebí enseguida. “Ponme otra
de lo mismo”, le dije. El camarero guapo y gay se rió y me dijo: “Hoy vas a por
todas, ¿no?”, a lo que le contesté: “Hoy vamos a morir todos”.
Ahí estaba yo, sola, en la barra, emborrachándome a base de
cocktails azules “como mis ojos”, mientras de vez en cuando algún hombre se
acercaba a hablar conmigo, si es que se le puede llamar hablar. En otras
circunstancias hubiera intentado exprimir lo mejor de cada conversación, pero
esa noche no quería esforzarme nada. Y como siempre, la mayoría de tíos eran
chulos de barrio con más pendientes que yo que alardeaban de su trabajo como
fontanero o cajero de supermercado. “¿Y tú, qué haces?”, me decían. “Beber, ¿no
lo ves?”. “Jajaja, qué chispa tienes”. Chispa la que yo provocaría para
prenderles fuego a todos. “¿Pero estudias o trabajas?”, “Hago medicina”. “Oooh,
¿y has abierto ya cadáveres”, “Déjame en paz”. Y seguía bebiendo. Luego otros
eran más ocurrentes y me iluminaban con fantasías en las que yo aparecía con la
bata del hospital como alternativa a la viagra y en fin, un sinfín de
gilipolleces innecesarias en mi vida. ¿Por qué los hombres de verdad no
existen?
Cuando ya empezaba a sentirme algo mareadilla con mi tercer
Blue Tropic, alguien se sienta a mi lado. Por inercia, me giro, pero sigo a lo
mío. Pero, un momento… Yo conozco a ese chico.
- ¿Hank?
- ¡Nann!
- ¿Qué cojones haces tú aquí? – le dije mareada y de mala
leche.
- Eso te lo debería preguntar yo a ti, no es propio de una
señorita como tú estar sentada sola en la barra de un bar borracha perdida.
- Yo no estoy borracha, y éste es mi bar, así que lárgate o te
romperé la cara.
- Con esas manos con suerte alcanzas a hacerme una caricia,
pequeña.
Empecé a reírme como una condenada, porque mis manos eran
pequeñísimas y en ese momento me hacía mucha gracia. Hank sonrió y llamó al
camarero para pedir, cómo no, su whisky de siempre.
- ¿Por qué estás aquí? – me preguntó.
- Porque me sentía sola y necesitaba beber. ¿Por qué estás tú
aquí?
- Porque estoy solo y he de beber. Ése de atrás te está
mirando ferozmente.
Me giré. Era el mismo al que había rechazado dos veces ya.
- Si se vuelve a acercar peguémosle una paliza hasta matarle,
por favor. Si quieres empezamos ya.
Me levanté pero todo daba demasiadas vueltas. Por suerte,
Hank, con los reflejos aún conservados, fue previsor y me estabilizó,
volviéndome a dejar sentada en el taburete.
- Tranquila, loba, que la noche es muy joven.
- ¿No vas a ser el mâitre de ninguna mujerzuela de pacotilla
esta noche?
- ¿Cómo quieres que me fije en otras mujeres si estás que te
caes por los suelos con dos cocktails de nenaza?
- TRES. Y no son de nenaza. Y no estoy que me caigo por los
suelos, llevo dos horas aquí aguantando muy bien mi dignidad y no ha habido
ningún problema. Además, sabes que me caes fatal y que no te soporto, me harías
un favor si te fueras a buscar carnaza ya.
- Muy bien, si insistes
Hank se levantó del taburete y con la sonrisa maliciosa de
quien está a punto de comenzar un juego del que va a salir ganando más que
nadie se detuvo para contemplar el terreno. Yo le observaba, despreciándole,
porque siempre tenía esa necesidad de llevarse un coño a la boca como si fuera
lo único que le importara en la vida, pero por otro lado esa camisa le quedaba
jodidamente bien y me estaba nublando la mente más que el alcohol que mi hígado
estaba intentando hacer desaparecer.
Por fin se decidió y se dirigió hacia la primera mesa. Pero…
¿hola? No podía ser. Se acababa de sentar a hablar con una mujer de unos
treintaylargos, súper gorda y súper hortera. Ni de coña le gustaba, imposible.
Y claro, cayó enseguida, en menos de 5 minutos vi cómo la mujer gorda le pasaba
el número de teléfono para que la llamara luego. Hank me miró de reojo, con esa
sonrisa maliciosa, mientras intentaba contener la risa que le provocaba ver mi
cara de asco-indignación.
Se levantó, y cuando pensé que ya iba a venir a sentarse
conmigo se fue hacia otra mesa. Así con tres más. Lo peor es que cada cual era
más fea, horrenda o sorprendentemente estúpida, y además estaba haciendo que
hubiera confrontaciones de miradas entre todas ellas.
Hank, con su tercer whisky en la mano, estaba perfectamente
sobrio y jugando conmigo al juego privado de jugar con el juego. Yo estaba en
la barra partiéndome de risa e intentando no tambalearme demasiado.
Por fin vino y me susurró al oído: “creo que tenemos que
irnos o pronto empezarán a volar sillas entre las mujeres con las que he
hablado esta noche”. Yo me reí y me levanté, pero cuando lo hice casi me caigo,
no sin partirme de risa exageradamente (como lo hago siempre), así que para
ahorrarnos el paripé y las miradas de odio de todas esas feas retrasadas hacia
mí, Hank me cogió y me cargó a los hombros como si fuera un saco de patatas.
- Hank, bájame, eres imbécil, ¡bájame! – le decía mientras le
pegaba patadas en el estómago que no le hacían absolutamente nada porque no
tengo nada de fuerza.
Ya fuera me bajó, no sin antes quedarme frente él y darle un
lametón en toda su cara de snob hamburgués.
- ¿Sabes que los lametones los dan los perros en señal de
amor? – me dijo.
- Yo no soy un perro, en todo caso una perra, y te lo he dado
porque me das asco y quería que me soltaras.
- No te lo crees ni tú.
Hank sacó un cigarro y yo le quité otro. Estaba demasiado
hiperactiva, pero era el alcohol, lo juro.
- ¿Dónde vamos? – le dije.
- Tú a tu casa, y yo a la mía.
- Pero es que me aburro en mi casa.
- ¿Me estás diciendo que quieres estar conmigo?
- Ni loca, me caes fatal, me das asco y te odio. ¿Cuántas
veces tengo que repetírtelo, Hank?
- Pero te aburres en tu casa.
- Sí.
- ¿Quieres venir a la mía?
- Ni de coña.
- ¿Entonces?
- Simplemente fumemos en tu portal.
Hank y yo nos sentamos a fumar en su portal. La verdad es
que yo era bastante ridícula, tosía cada dos por tres y él se reía (con razón)
de lo inútil que era. Yo no era fumadora, pero veía el fumar como un arte, me
inspiraba y me encantaba contemplar a alguien haciéndolo. Hank fumaba como si
estuviera haciendo el amor, aspiraba el humo y lo dejaba fluir por él
armónicamente hasta que volvía a liberarse por su bonita boca. Entrecerraba sus
ojos porque disfrutaba, y yo me quedaba atontada perdida.
- Te gusta verme fumar.
- Para nada, pareces un viejo.
- Te encanta.
- Un viejo de geriátrico.
- No.
- Además, salido porque no paras de marearte entre mis piernas
y mi escote.
- Pues no lo pongas todo tan a la vista.
- No lo mires.
- Quieres que lo haga.
- ¿Tú? Nunca.
- Me estás poniendo a prueba y sabes perfectamente que en
cualquier momento puedo provocarte una taquipnea sin hacer prácticamente nada,
pequeña.
- Eso es lo que querrías tú, siempre pensando qu…
Hank se acercó muchísimo a mí con su sonrisa burlona, tanto,
que sin darme cuenta di varios pasos hacia atrás, tropezándome con la estúpida
pared. Él, no contento, se acercó totalmente hacia donde yo estaba y posó su frente
en mi frente, quedando nuestros ojos a escasos centímetros y su boca en el
sitio perfecto para ser comida ya. No sabía qué hacer con mi vida en esos
momentos, no podía apartar la vista de sus ojos que me estaban escaneando como
si de Rayos X se trataran, pero podía intuir el contorno de su boca y el
alcohol me estaba pidiendo a gritos que le mordiera.
- ¿Ves? Hiperventilas.
Y yo soy tan tonta que ni me había dado cuenta.
- No.
- Sí.
- Apártate, te odio, me das asco, no te tocaría ni con un
palo.
- Ya lo estás haciendo.
Y otra vez más, era cierto, porque él me estaba atrapando en
la pared con sus brazos y yo tenía la mano agarrada a su camisa, atrayéndole
hacia mí sin darme cuenta.
- Te odio mucho – le dije.
- Y yo a ti.
Nos besamos. Fue un beso dulce en un principio muy corto,
pero no tardamos en encendernos y sin darme cuenta le estaba desabrochando la
camisa en su casa. Le quería comer entero y ni siquiera comerle calmaba mis
ganas de hacerlo. Era una completa locura la pasión que había en su habitación
en esos momentos. Así que pasó. Una. Luego otra, y otra.
Cuando creí que ya habíamos tenido bastante por esa noche
(error) me puse su camisa y me fui al baño para adecentarme
antes de irme a casa. La verdad es que no quería irme, pero Hank no querría que
me quedara porque es de esos chicos.
- Te queda muy bien mi camisa, te hace un escote precioso – me
dijo cuando volví.
- Gracias, pero te sigo odiando y lo sabes. Esto no cambia
nada.
- O lo cambia todo.
- No cambia nada.
Me puse a recoger las distintas piezas de mi ropa como si
estuvieran jugando al escondite, y al verme me preguntó.
- ¿Te vas?
- Em, sí, ¿no?
- Sí, supongo que sí.
- Bueno, soy afortunada, son las 5AM, así
que he superado a quien tú ya sabes.
- Qué graciosa es la niña, mírala.
Me quité la camisa para empezar a ponerme mi ropa y de
repente lo noté detrás de mí, besándome el cuello.
- Hank, ¿no has tenido suficiente?
- Si te desnudas de esa manera tan sugerente, no.
- No puedes más y lo sabes.
- Ya, pero aún así no me importaría que te quedaras.
- ¿Aunque no hagamos nada?
- ¿Te parece poco lo que hemos hecho ya?
- No, pero me lo pides porque te digo que no, eres peor que
una mujer.
- Búscale el motivo que quieras, pero te lo estoy pidiendo.
¿Te quedas?
Eran las 5 de la mañana y no tenía ninguna gana de volverme
sola a casa y dormir aún más sola. Odiaba a Hank pero me había regalado
demasiado placer en demasiado poco tiempo como para negarle un abrazo de buenas
noches.
- Está bien, pero no cambia nada y te sigo odiando, ¿de
acuerdo?
- De acuerdo, pero quítate la ropa y acurrúcate aquí, conmigo.
En cuanto me metí en su cama, de nuevo, me envolvió con sus
bonitos brazos y yo me sentí genial, para qué negarlo.
- Suerte que esto no va a pasar en la realidad.
- Cállate y duerme.
- Buenas noches, Hank.
- Buenas noches, pequeña.
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