Cada vez que tengo un orgasmo te quiero. No quiero quererte, pero lo hago. De hecho,
por no querer no quiero ni que te cruces en mis fantasías, pero, boy, cada vez
que lo haces veo fuegos artificiales, y te he de querer.
Puedo estar imaginando cualquier cosa, desde un simple baile
sensual hasta una borrachera con consecuencias, pero cada vez que irrumpes en
la escena me vuelvo completamente loca. Y es por tu mirada acechante, que no
deja de repetir: “eres mía”, por la seguridad con la que observas todo,
sabiendo de antemano que ya has ganado. Me pierdo completamente en el momento
en el que demuestras que me deseas casi más que yo a ti y que te da igual que
sepa que vienes a por mí, porque no te andas con rodeos. Juegas, sí, y mucho,
pero eres directo, y es por eso que cuando entras vienes directamente a por mí.
Así que por mucho, por mucho esfuerzo que haga por no querer
saber nada de ti durante mis fantasías, en el momento en el que se produce una
sinapsis con tu nombre apareces, pierdo el sentido y tengo uno de esos orgasmos
sublimes y extasiantes en los que al final te he de querer.
Evidentemente sé que en ese momento te quiero porque he
liberado endorfinas chachiguays a mansalva y otras cosas que no recuerdo que
incrementan la sensación de bienestar, pero es tan oportuno quererte después de
un orgasmo, me siento tan increíblemente bien sintiéndolo.
Así que, tú, deja de interrumpir mis fantasías y desaparece.
Pero si no estás muy por la labor, en secreto te diré: sigue volviéndome loca.
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