Eternidad

*Recuérdame como un día imaginaste que fui

sábado, 24 de enero de 2009

Carta de un sin-alma a una musa

Querida Alice:

Te escribo desde una habitación únicamente iluminada por una bombilla parpadeante. Huele a humedad y la ventana tiene vistas al ladrillo más viejo del último siglo. Acabo de vender mi alma por 2 botellas de whisky y una puta que ahora mismo se está vistiendo. Ya ni esas apaciguan la soledad. Estoy muy lejos, Alice, muy lejos, y no volveré jamás. Quizás un día me encuentren muerto en esta cárcel, llámalo motel, llámalo mente. Durante esta larga vida que intentaste pasar conmigo conseguiste purificar algún trozo de mi alma infernal, por eso la dejé contigo, pero he de decirte que los genios están destinados a ver lo sucio de este mundo. La felicidad que tú buscabas (y que quizás sigas buscando) nunca existirá en mi gremio. Pero te animo a que no dejes de sonreír, ha sido la cosa más buena que he podido presenciar jamás. Nunca más podré gozar de esa suerte, ya que como un día me dijiste: “si no te quieres a ti mismo, jamás podrás querer a nadie”, y no te equivocabas. Nunca seré capaz de quererte, sino de odiarte por desprender tanto amor. He llegado a odiarte tanto que me he tenido que alejar. Pero aún así, en medio de la oscuridad, si había alguien de quien quería despedirme era de ti. Espero que 2 botellas de whisky junto con mis amigas las pastillas basten para acabar el trabajo.

No tengas en cuenta mi odio, simplemente eras como un espejo en el que me veía. Ojalá hubiera podido verme como tú lo hacías.

Gracias.

Jack

P.D.: Vende la parte de mi alma que te corresponde, no quisiera que acabaras envenenándote de mí. Si no al menos dale una alegría, sácala a pasear de vez en cuando, quítale el polvo… ya sabes.

sábado, 3 de enero de 2009

Dos terrones de azúcar, por favor.

Sentado en la mesa más alejada de la cafetería más alejada de la ciudad más alejada de los recuerdos me hallaba. En frente de mi MAC, me debatía entre encenderlo o seguir usándolo como acompañante material. Aún no estaba preparado. Poco tiempo había pasado desde que desaparecí sin más, pero como imaginaba, también había sido poco el tiempo en que habían tardado en olvidarme. Encendí un cigarro –ese sabor a vainilla era inevitablemente adictivo – y como cada día, me quedé mirando a la ventana. Algún viandante intentaba buscar el motivo de mi mirada fija – como si estuviera observando la más bella pintura – pero no, más bien pensaba, o intentaba no hacerlo. Una chica de unos 19 años, la chica que posiblemente me haría más caso en los próximos 5 minutos, se acercó.

- ¿Qué desea? – preguntó con una dulce voz marcada por la inocencia de quien no ha tratado con el hastío. Anaís era su nombre.

- Café solo. Con dos terrones de azúcar, por favor – contesté con la voz ronca, consecuencia de semanas sin hablar y del vacío que mi cuerpo ya manifestaba físicamente.

- ¿Algo más?

- No. – Por un momento ella se quedó de pie, mirándome, como si esperara que dijera algo más, como si yo estuviera pidiendo a gritos ayuda, pero se fue.

A pesar de que no era la primera vez en estas semanas en que más de uno se había quedado mirando mi aspecto, esta vez era diferente. Por un momento pensé que no era curiosidad lo que ella sentía, sino compasión, como si me entendiera, como si se hubiera metido en mi mente.


- Las mujeres vuelven a uno loco – pensé en alto.

- No somos tan difíciles – dijo Anaís en el instante en el que posaba mi café sobre la mesa, con una sonrisa de broma, aunque concentrada en hacer bien su trabajo.

Sentí el deseo de reírme, pero en seguida se fue al recordarme el cuerpo la sensación devastadora que llevaba arrastrando todo ese tiempo.

- Lo sois demasiado, créeme – le contesté seco, absorto de nuevo en mis desoladores pensamientos.

-¿Y ha elegido la soledad como medio? – pensé en mandarla a paseo, pero su forma de hablar me producía cierto interés, como si tuviera que decirme algo.

- Sí, es lo mejor. Después de todo, los humanos sólo somos animales más destructivos, y alguien destruído no necesita más compañía.

- ¿Y no le destroza el vacío?

- Querida, el vacío siempre va con nosotros, en menor o mayor medida, pero siempre está, así que todo es cuestión de acostumbrarse.

- Yo nunca he podido acostumbrarme al vacío… Es una sensación horrible.

En ese instante me di cuenta de que ahora era ella la que se quedaba absorta en sus posibles pensamientos. Vi cómo sus ojos mostraban el vacío que al parecer sentía, y noté la nostalgia recorrerle el cuerpo. Un mechón de su pelo lacio y rubio cayó, y no sé qué se me cruzó por la mente, pero, como si se tratara de una pieza única y frágil, se lo coloqué en su sitio. Nos quedamos mirando, y con la mirada bastó. La entendía, sabía lo que sentía, y sorprendentemente, ella podía sentirme. Detrás de su dulce sonrisa, Anaís era tan desgraciada como yo.

- ¡Anaís! – sonó una fuerte voz desde lo que probablemente debía ser la cocina de la cafetería.

- Sí, ¡ya voy! – contestó una Anaís apresurada, como si la hubieran sacado de un sueño y estuviera de vuelta a la realidad.

Se limpió el inicio de una lágrima, me miró fugazmente y se fue.

Una vez hube pagado la cuenta, antes de salir de aquel lugar, Anaís se asomó, y con una sonrisa triste, me dijo adiós.
Jamás la volví a ver.