Eternidad

*Recuérdame como un día imaginaste que fui

sábado, 8 de diciembre de 2012

Jazz


El saxo me estaba hipnotizando. Sus matices resonaban por mis oídos y me ponían los pelos de punta, su llanto ahogado en forma de melodía decadente me hacía sentir como en casa. Alguien que es capaz de transmitir arañazos dolorosos a través de su espiración tenía que saber de qué iba el asunto de la vida, y mirando al hombre que acariciaba el saxofón mientras vertía en él sus lágrimas mentales vi en él a un hermano, a un compañero de desesperanzas.
La banda paró durante un instante y retomó su monólogo musical con una pieza melancólica, incluso nostálgica, con el piano dando el toque gris que inundaba la sala entera. Me giré discretamente para observar algunas de las mesas que poblaban la estancia, en su mayoría cuarentones solitarios fugitivos de la realidad, pero también alguna que otra pareja enamoradiza y apreciante del arte del buen jazz. Les envidiaba, pero ese saxo nublaba cualquier otra cosa que se me pasara por la mente en esos instantes, y por eso me había convertido en una habitué del local. Al principio me sentía muy pequeña y vulnerable en un sitio tan oscuro, pero la atracción morbosa que a la vez sentía había conseguido que fueran varias ya las veces en las que me había escapado de mis “necesidades sociales” para refugiarme en aquella, mi guarida, mi pequeño secreto, el sitio en el que no pintaba nada y a la vez lo pintaba todo.
Aquella noche había comenzado bien. Tenía una cita con un fotógrafo que sabía usar de forma bastante ingeniosa su prosa. Parecía de esos chicos que te conquistan con su cabeza pensante, y yo siempre les tuve bastante debilidad. Vestido negro, stilettos a juego y pelo suelto pero lo suficientemente apartado para mostrar aquellos pendientes con falsos diamantes que quedaban tan bien en mis lóbulos. Me gustaba ponérmelos porque en mi retorcida mente me sentía cómoda llevando algo que me recordara lo falso de todo aquéllo, de mis outfit, de mis poses y de mis sonrisas de convención social.
La cena transcurrió sin pena ni gloria. Era un chico bastante mono, interesante cuanto menos y muy agradable conmigo. Una siempre nota cuando él está realmente interesado. Quizás ése era el problema, que estaba interesado. Es tan aburrido cuando ya está todo hecho, cuando no tienes que devanarte los sesos intentando hallar la manera de encender la bombilla del chico imposible, que no me motiva nada. Pero no, el fotógrafo no era uno de esos desesperados, simplemente estaba apostando por mí. Mala decisión, querido. Por más que intenté verle el punto bueno, en mi cabeza no dejaba de repetirse la frase: “quiero más”. ¿Más? Esto estaba bien, y sin embargo no era suficiente. Lo más gracioso es que yo no sabía lo que sí sería suficiente, sólo podía pensar en que quería más, así que cuando me acompañó hasta mi portal y esperó a intuir si sería uno de esos viernes de amantes sin tregua le di las gracias por la agradable velada y le dije que mañana madrugada. “Te llamaré” – le susurré mientras le daba un beso en la mejilla. Él sabía que no lo haría, era más inteligente que cualquier convención social de mierda.
Cuando el fotógrafo se alejó me senté en las escaleras de mi portal. Mientras me quitaba los tacones y me quedaba descalza pensé lo mucho que me gustaría saber fumar, era uno de esos momentos tristes en los que el humo de un cigarrillo elevaría toda mi farsa a la categoría de tragicomedia pasional y decadente. Me reí yo sola, era tan dramática para todo.
Subí a casa descalza y cuando iba a quitarme el vestido me entró ese antojo irresistible de jazz. Podría haberlo puesto en el ordenador, pero no era lo mismo, así que me calzé planos esta vez (bailarinas negras) y me volví a colocar el abrigo. Necesitaba encontrar el sentido de todo y sólo el sexo en forma de saxo parecía tener las respuestas a mis preguntas.
Así que ahí estaba, envuelta entre almas desoladas y músicos sin nombre, en un local subterráneo en los suburbios, escuchando jazz a las 2 de la mañana con el maquillaje corrido y la sonrisa tocando el suelo. Tenía 21 años y no sabía qué era ese “más” que faltaba en mi ecuación. Tenía 21 años y ni siquiera sabía si había ecuación.