Eternidad

*Recuérdame como un día imaginaste que fui

sábado, 25 de agosto de 2012

Hank


De eso que tienes un día de mierda y es viernes. Estás asqueada de estar en casa pero no tienes ni maldita idea de dónde están tus amigas, las intentas localizar pero han desaparecido de la faz de la tierra. Pues digamos que yo me hallaba en esa situación. En realidad suponía que ellas estarían en aquel bar pseudohipster intentando beber más de lo que pueden, como siempre. Si hubiera sido cualquier otro día me habría quedado en casa evadiéndome con alguna serie llena de hombres trajeados y frases ingeniosas, pero esa noche no podía quedarme de brazos cruzados, tenía que salir, moverme, lo que fuera.
En el momento en el que decidí la ropa que me pondría para salir supe que no tenía ganas de jugar, así que adiós zapatos de tacón y pintalabios rojo. No, la loba se quedaba en casa, estaba hasta los cojones de fingir seducción con personas que no sabían ni de lo que estaba hablando. Así que cogí mis sencillas sandalias negras  y las combiné con los vaqueros cortos de siempre y una camiseta de tirantes morado satinado. Elegir esa camiseta fue al azar, era la que me apetecía ponerme. El pelo suelto, como siempre, pero con algún coletero por si me asaba de calor por el camino, en verano era una guerra constante la que tenía con él, tan exageradamente voluminoso y rizado, no apto para el calor. Toque de rímel, ligero rastro de sombra de ojos, y mis labios de un tono frambuesa que combinaba con la camiseta. Lista.
Mi mal humor no disminuía mientras caminaba, pero tenía la esperanza de que al encontrarme con mis amigas la risa y el payaseo sin sentido me curaran todos los males. Bien, pues llego al bar en cuestión y no hay rastro de ellas. Claro que suponer que iban a estar ahí por amor al arte fue un poco retrasado por mi parte, pero, ¿qué sé yo? ¿Dónde iban a estar sino? Me acabé de poner de muy mala leche.
En esto que estaba ya dando media vuelta para volver a casa y destruir a la humanidad vía texto satánico, cuando se me ocurre la idea lógica de: “ya que estoy aquí, me tomo algo”. En el fondo mis amigas me la sudaban, era una simple excusa para beber en “sociedad” y no sentirme una de esas mujeres cincuentonas que van a un bar solas para intentar reafirmar que aún están en el mercado y a muy buen precio (a veces, gratis incluso). Pero esa noche me la sudaba absolutamente todo, yo sólo quería beber, y fumar, aunque para eso tendría que esperarme a salir a la calle.
Así que voy yo en plan malota y con cara de pocos amigos y me siento en la barra, sola. Tengo 20 años y aunque no los aparento no dejo de ser joven ni de llamar la atención que una rubia de ojos azules esté a punto de perder la dignidad en un vaso demasiado grande para ella. Pero como digo, me la sudaba todo en ese instante.
El camarero llega, joven y sugerente. Yo le miro pero estoy demasiado seria como para que él piense por un segundo que en mi cabeza le estoy violando por momentos. Me pregunta que qué quiero. “No lo sé, ¿qué me recomiendas?”. Soy pésima para beber alcohol. Soy lo peor, porque no tengo ni idea. He llegado a llevarme bien con el vodka pero ahora me vienen con que eso es de nenazas y es mierda, y eso me pone de mal humor, así que estaba dispuesta a aceptar lo que el camarero sugerente tuviera que ofrecerme. “Vodka con Blue Tropic haría juego con tus ojos azules, y tiene un sabor muy dulce”. “Bien, pues una copa de eso”. Era vodka, pero me daba igual, era bebida.  Pero, ¿hola? ¿Haría juego con tus ojos azules? ¿Por qué de repente la humanidad estaba plagada de homosexuales? Y eso que los amo un montón, tengo muchos amigos gays, pero, joder, esa noche no quería ver cómo un hombre se fijaba más en el tipo de tela de mi blusa que en lo que escondía tras ella. De mal en peor.
Cogí mi copa y la probé, y lo cierto es que estaba increíblemente dulce y deliciosa. Tanto, que me la bebí enseguida. “Ponme otra de lo mismo”, le dije. El camarero guapo y gay se rió y me dijo: “Hoy vas a por todas, ¿no?”, a lo que le contesté: “Hoy vamos a morir todos”.
Ahí estaba yo, sola, en la barra, emborrachándome a base de cocktails azules “como mis ojos”, mientras de vez en cuando algún hombre se acercaba a hablar conmigo, si es que se le puede llamar hablar. En otras circunstancias hubiera intentado exprimir lo mejor de cada conversación, pero esa noche no quería esforzarme nada. Y como siempre, la mayoría de tíos eran chulos de barrio con más pendientes que yo que alardeaban de su trabajo como fontanero o cajero de supermercado. “¿Y tú, qué haces?”, me decían. “Beber, ¿no lo ves?”. “Jajaja, qué chispa tienes”. Chispa la que yo provocaría para prenderles fuego a todos. “¿Pero estudias o trabajas?”, “Hago medicina”. “Oooh, ¿y has abierto ya cadáveres”, “Déjame en paz”. Y seguía bebiendo. Luego otros eran más ocurrentes y me iluminaban con fantasías en las que yo aparecía con la bata del hospital como alternativa a la viagra y en fin, un sinfín de gilipolleces innecesarias en mi vida. ¿Por qué los hombres de verdad no existen?
Cuando ya empezaba a sentirme algo mareadilla con mi tercer Blue Tropic, alguien se sienta a mi lado. Por inercia, me giro, pero sigo a lo mío. Pero, un momento… Yo conozco a ese chico.
- ¿Hank?
- ¡Nann!
- ¿Qué cojones haces tú aquí? – le dije mareada y de mala leche.
- Eso te lo debería preguntar yo a ti, no es propio de una señorita como tú estar sentada sola en la barra de un bar borracha perdida.
- Yo no estoy borracha, y éste es mi bar, así que lárgate o te romperé la cara.
- Con esas manos con suerte alcanzas a hacerme una caricia, pequeña.
Empecé a reírme como una condenada, porque mis manos eran pequeñísimas y en ese momento me hacía mucha gracia. Hank sonrió y llamó al camarero para pedir, cómo no, su whisky de siempre.
- ¿Por qué estás aquí? – me preguntó.
- Porque me sentía sola y necesitaba beber. ¿Por qué estás tú aquí?
- Porque estoy solo y he de beber. Ése de atrás te está mirando ferozmente.
Me giré. Era el mismo al que había rechazado dos veces ya.
- Si se vuelve a acercar peguémosle una paliza hasta matarle, por favor. Si quieres empezamos ya.
Me levanté pero todo daba demasiadas vueltas. Por suerte, Hank, con los reflejos aún conservados, fue previsor y me estabilizó, volviéndome a dejar sentada en el taburete.
- Tranquila, loba, que la noche es muy joven.
- ¿No vas a ser el mâitre de ninguna mujerzuela de pacotilla esta noche?
- ¿Cómo quieres que me fije en otras mujeres si estás que te caes por los suelos con dos cocktails de nenaza?
- TRES. Y no son de nenaza. Y no estoy que me caigo por los suelos, llevo dos horas aquí aguantando muy bien mi dignidad y no ha habido ningún problema. Además, sabes que me caes fatal y que no te soporto, me harías un favor si te fueras a buscar carnaza ya.
- Muy bien, si insistes
Hank se levantó del taburete y con la sonrisa maliciosa de quien está a punto de comenzar un juego del que va a salir ganando más que nadie se detuvo para contemplar el terreno. Yo le observaba, despreciándole, porque siempre tenía esa necesidad de llevarse un coño a la boca como si fuera lo único que le importara en la vida, pero por otro lado esa camisa le quedaba jodidamente bien y me estaba nublando la mente más que el alcohol que mi hígado estaba intentando hacer desaparecer.
Por fin se decidió y se dirigió hacia la primera mesa. Pero… ¿hola? No podía ser. Se acababa de sentar a hablar con una mujer de unos treintaylargos, súper gorda y súper hortera. Ni de coña le gustaba, imposible. Y claro, cayó enseguida, en menos de 5 minutos vi cómo la mujer gorda le pasaba el número de teléfono para que la llamara luego. Hank me miró de reojo, con esa sonrisa maliciosa, mientras intentaba contener la risa que le provocaba ver mi cara de asco-indignación.
Se levantó, y cuando pensé que ya iba a venir a sentarse conmigo se fue hacia otra mesa. Así con tres más. Lo peor es que cada cual era más fea, horrenda o sorprendentemente estúpida, y además estaba haciendo que hubiera confrontaciones de miradas entre todas ellas.
Hank, con su tercer whisky en la mano, estaba perfectamente sobrio y jugando conmigo al juego privado de jugar con el juego. Yo estaba en la barra partiéndome de risa e intentando no tambalearme demasiado.
Por fin vino y me susurró al oído: “creo que tenemos que irnos o pronto empezarán a volar sillas entre las mujeres con las que he hablado esta noche”. Yo me reí y me levanté, pero cuando lo hice casi me caigo, no sin partirme de risa exageradamente (como lo hago siempre), así que para ahorrarnos el paripé y las miradas de odio de todas esas feas retrasadas hacia mí, Hank me cogió y me cargó a los hombros como si fuera un saco de patatas.
- Hank, bájame, eres imbécil, ¡bájame! – le decía mientras le pegaba patadas en el estómago que no le hacían absolutamente nada porque no tengo nada de fuerza.
Ya fuera me bajó, no sin antes quedarme frente él y darle un lametón en toda su cara de snob hamburgués.
- ¿Sabes que los lametones los dan los perros en señal de amor? – me dijo.
- Yo no soy un perro, en todo caso una perra, y te lo he dado porque me das asco y quería que me soltaras.
- No te lo crees ni tú.
Hank sacó un cigarro y yo le quité otro. Estaba demasiado hiperactiva, pero era el alcohol, lo juro.
- ¿Dónde vamos? – le dije.
- Tú a tu casa, y yo a la mía.
- Pero es que me aburro en mi casa.
- ¿Me estás diciendo que quieres estar conmigo?
- Ni loca, me caes fatal, me das asco y te odio. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo, Hank?
- Pero te aburres en tu casa.
- Sí.
- ¿Quieres venir a la mía?
- Ni de coña.
- ¿Entonces?
- Simplemente fumemos en tu portal.
Hank y yo nos sentamos a fumar en su portal. La verdad es que yo era bastante ridícula, tosía cada dos por tres y él se reía (con razón) de lo inútil que era. Yo no era fumadora, pero veía el fumar como un arte, me inspiraba y me encantaba contemplar a alguien haciéndolo. Hank fumaba como si estuviera haciendo el amor, aspiraba el humo y lo dejaba fluir por él armónicamente hasta que volvía a liberarse por su bonita boca. Entrecerraba sus ojos porque disfrutaba, y yo me quedaba atontada perdida. 
- Te gusta verme fumar.
- Para nada, pareces un viejo.
- Te encanta.
- Un viejo de geriátrico.
- No.
- Además, salido porque no paras de marearte entre mis piernas y mi escote.
- Pues no lo pongas todo tan a la vista.
- No lo mires.
- Quieres que lo haga.
- ¿Tú? Nunca.
- Me estás poniendo a prueba y sabes perfectamente que en cualquier momento puedo provocarte una taquipnea sin hacer prácticamente nada, pequeña.
- Eso es lo que querrías tú, siempre pensando qu…
Hank se acercó muchísimo a mí con su sonrisa burlona, tanto, que sin darme cuenta di varios pasos hacia atrás, tropezándome con la estúpida pared. Él, no contento, se acercó totalmente hacia donde yo estaba y posó su frente en mi frente, quedando nuestros ojos a escasos centímetros y su boca en el sitio perfecto para ser comida ya. No sabía qué hacer con mi vida en esos momentos, no podía apartar la vista de sus ojos que me estaban escaneando como si de Rayos X se trataran, pero podía intuir el contorno de su boca y el alcohol me estaba pidiendo a gritos que le mordiera. 
- ¿Ves? Hiperventilas.
Y yo soy tan tonta que ni me había dado cuenta.
- No.
- Sí.
- Apártate, te odio, me das asco, no te tocaría ni con un palo.
- Ya lo estás haciendo.
Y otra vez más, era cierto, porque él me estaba atrapando en la pared con sus brazos y yo tenía la mano agarrada a su camisa, atrayéndole hacia mí sin darme cuenta.
- Te odio mucho – le dije.
- Y yo a ti.
Nos besamos. Fue un beso dulce en un principio muy corto, pero no tardamos en encendernos y sin darme cuenta le estaba desabrochando la camisa en su casa. Le quería comer entero y ni siquiera comerle calmaba mis ganas de hacerlo. Era una completa locura la pasión que había en su habitación en esos momentos. Así que pasó. Una. Luego otra, y otra.
Cuando creí que ya habíamos tenido bastante por esa noche (error) me puse su camisa y me fui al baño para adecentarme antes de irme a casa. La verdad es que no quería irme, pero Hank no querría que me quedara porque es de esos chicos.
- Te queda muy bien mi camisa, te hace un escote precioso – me dijo cuando volví.
- Gracias, pero te sigo odiando y lo sabes. Esto no cambia nada.
- O lo cambia todo.
- No cambia nada.
Me puse a recoger las distintas piezas de mi ropa como si estuvieran jugando al escondite, y al verme me preguntó.
- ¿Te vas?
- Em, sí, ¿no?
- Sí, supongo que sí. 
- Bueno, soy afortunada, son las 5AM, así que he superado a quien tú ya sabes.
- Qué graciosa es la niña, mírala.
Me quité la camisa para empezar a ponerme mi ropa y de repente lo noté detrás de mí, besándome el cuello.
- Hank, ¿no has tenido suficiente?
- Si te desnudas de esa manera tan sugerente, no.
- No puedes más y lo sabes.
- Ya, pero aún así no me importaría que te quedaras.
- ¿Aunque no hagamos nada?
- ¿Te parece poco lo que hemos hecho ya?
- No, pero me lo pides porque te digo que no, eres peor que una mujer.
- Búscale el motivo que quieras, pero te lo estoy pidiendo. ¿Te quedas?
Eran las 5 de la mañana y no tenía ninguna gana de volverme sola a casa y dormir aún más sola. Odiaba a Hank pero me había regalado demasiado placer en demasiado poco tiempo como para negarle un abrazo de buenas noches.
- Está bien, pero no cambia nada y te sigo odiando, ¿de acuerdo?
- De acuerdo, pero quítate la ropa y acurrúcate aquí, conmigo.
En cuanto me metí en su cama, de nuevo, me envolvió con sus bonitos brazos y yo me sentí genial, para qué negarlo.
- Suerte que esto no va a pasar en la realidad.
- Cállate y duerme.
- Buenas noches, Hank.
- Buenas noches, pequeña.