Eternidad

*Recuérdame como un día imaginaste que fui

miércoles, 15 de agosto de 2012

La chica de los viernes


A las 21 h en punto salí de casa. Él me esperaba a a y media. Salí con una minifalda y una blusa de semitransparente color negro. Aunque pudiera parecer lo contrario iba muy informal, y aunque mis stilettos me acompañaban, amenizando y anunciando mi llegada a cada paso que daba, lo cierto es que esa noche estaba bastante triste.
Llevaba meses pasando cada viernes con él, y me encantaba. Era una relación perfecta  y equilibrada, pero con una única condición: duraba un día a la semana. El resto de noches, o días o tardes los pasaba con otras mujeres que completaban su agenda de forma religiosa. A mí nunca me había importado porque ese hombre no era nadie para mí, sólo un pasatiempo con quien liberar tensiones y de vez en cuando apaciguar mi soledad, pero últimamente eso había cambiado. Un día, probablemente haciendo cualquier cosa estúpida y cotidiana, te acuerdas de él y se te encoge el estómago porque estás sintiendo algo intenso. Te das cuenta de que tienes ganas de verle y de pasar tiempo con él, de contarle la tontería de turno sólo por verle sonreír y que después del sublime sexo salvaje te dé un beso en la frente y se quede durmiendo abrazado a ti.
Saqué mis Lucky Strike y encendí uno. Me acordé de Lucky, como siempre, pero esta historia jamás fue sobre él. Fui paseando hasta su casa, afortunadamente no se encontraba demasiado lejos. Cuanto más cerca me hallaba más triste me sentía, pues iba a hacer lo que llevaba deseando hacer durante toda la semana (estar con él) y a pesar de ello sabía que sería como si no le viera, porque no era mío, y cuando un hombre no es tuyo ya puedes mover cielo y tierra, que su pene pensará por él la mayor parte del tiempo y sólo se fijará en ti cuando se le active el radar-vagina.
Ya enfrente de su casa apagué el cigarro, no quería que me viera fumar porque inutiría que estaría nerviosa y era lo que menos necesitaba. La puerta de la entrada estaba abierta y justo me topé cara a cara con él. Tenía la peculiaridad de siempre bajar a por mí para subir juntos a su piso. Era una completa chorrada, pero por alguna extraña razón le hacía sentir bien conducirme hasta su casa, decía que de lo contrario era muy superficial.
Subimos al ascensor. Ya no recordaba ni por qué estaba triste hacía unos minutos. De hecho no podía recordar nada en ese momento porque en lo único en lo que me podía fijar era en su espalda ancha marcada por esa camisa negra tan bien elegida. Si algo no le fallaba era el estilo, siempre acertaba. No podía dejar de mirar su cuello, su respiración me incitaba a inspirar su propio aire hipercápnico, y su boca latía con pseudópodos imaginarios que se entrelazaban en mi cintura para acercarme a él. Tenía que acercarme a él. Me estaba hablando pero yo me tenía que acercar.
Mientras el ascensor subía lo apoyé contra la pared y le empecé a comer el cuello directamente, me estaba llamando a gritos. El lóbulo de su oreja me parecía el postre más suculento que nadie me había ofrecido jamás, y finalmente su boca era el pecado más grande que nadie podría probar. En esos momentos me pertenecía 100%.
Llegamos a su planta y nos despegamos momentáneamente, mi mente impaciente por escuchar el cierre de la puerta detrás de mí y poder dedicarme por completo toda la noche si hacía falta a complacer a ese hombre al que deseaba (y amaba). Pero al observar con un poco de detenimiento la estancia mientras él besaba cada centímetro de mi cuerpo contra la pared, me percaté de un pequeño, diminuto, casi imperceptible detalle. Y es que allí, en el respaldo de una silla, había una rebequita azulada que evidentemente no era mía. Él, por instinto, siguió la dirección de mi mirada e hizo una aclaración despreocupada: “Se le ha olvidado a Clara, ya se la devolveré”, y siguió besándome como si mañana acabara el mundo. “La de los jueves, ¿no?”, le dije, áspera. “Sí”.
Lo aparté, se me habían pasado todas las ganas de hacer cualquier cosa con él. A veces es muy fácil omitir la información dolorosa con tal de pasar un buen  rato con la persona que te provoca el sufrimiento, pero en esos instantes yo quería destruir a Clara, quien había ocupado la cama y la polla de mi hombre de la misma forma que yo lo iba a hacer esa noche.
Él en un principio no entendía nada pero más tarde hizo una extraña deducción sobre la “perversa mente femenina” y sus inescrutables caminos.
- No has de preocuparte, sabes que de entre todas ellas tú eres mi preferida – dijo “mi” hombre.
¿Qué se supone que debía hacer yo? Era la chica de los viernes y no había más, pero hay momentos en los que la verdad bulle en tu sistema vascular y se escurre entre capilares y vénulas hasta que consigue salir sin que tú puedas hacer nada por evitarlo.
- Sí, por lo menos hasta mañana.
Y a partir de ahí todo cambió.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu huella para la eternidad