Eternidad

*Recuérdame como un día imaginaste que fui

sábado, 21 de enero de 2012

Entre líneas: capítulo 4

El frío y el mal tiempo habían vencido y dado paso a un clima mucho más agradable y cálido: se acercaba el verano. Los abrigos y jerseys habían sido recluidos de nuevo en sus jaulas invernales y los vestidos con estampados, la manga corta y las cardigans estaban conquistando en cada rincón de París.

En menos de un suspiro junio había llegado y con él la promesa de un calor abrasador y mucho, mucho tiempo por delante. Adrienne había terminado ya sus exámenes y dicho adiós a un curso de todo menos bueno. Daba gracias por poder dejarlo en el pasado y simplemente mirar al futuro, pues no había sido un buen año. Como de costumbre estaba bastante sola, pero no le importaba, llegados a este punto se sentía lo suficientemente cómoda con su soledad como para echar de menos a las personas, pero lo cierto es que siempre que pensaba en ello se le venía a la mente la imagen –ya borrosa- de aquel chico misterioso con el que compartió un mes de letras y sonrisas, y la punzada molesta volvía a aparecerle cual espina, pero se había resignado a aceptar que no volvería a verle y no le suponía más problema que unos minutos de tristeza. Sin embargo, nunca dejó de ir a aquel bar para aumentar la cantidad de recuerdos que él de por sí ya tenía, y se hizo tan habitual que al final acabó haciendo amistad con el propietario. Se trataba de un hombre bastante mayor que lidiaba con el negocio por amor al arte. Sus beneficios eran escasos y apenas pasaban clientes, pero amaba ese bar con todo su corazón, y por ello cada mañana abría sus puertas a los pocos curiosos que quisieran adentrarse en aquel mundo de historias secretas y melodías encerradas que escondían sus paredes.

Cuando la primavera comenzó a hacer mella, Adrienne propuso al dueño ayudarle con algo de publicidad, después de todo el bar estaba bien situado y tenía mucho encanto, lo único que le faltaba es que la gente supiera que existía, por lo que se dedicó una semana entera a poner anuncios en los alrededores invitando a la gente a acercarse, con ofertas en café y repostería suculentas y buen ambiente. Incluso consiguió que alguna noche viniera alguien a tocar con la guitarra, lo que atrajo a más clientes. Con todos estos buenos resultados, el dueño – Pierre- decidió que Adrienne era justo lo que necesitaba para el verano, y dado que él cada vez se encontraba en peores condiciones, poco a poco fue dejando caer el peso del negocio en ella, cosa que no le importaba en absoluto, pues amaba aquel lugar como si fuera suyo y quería que la gente pudiera conocerlo también y dejarse llevar por sus encantos.

Un día de julio que Adrienne tuvo libre fue a cenar con una amiga con la intención de sociabilizarse e intentar cuidar las pocas amistades que tenía. Aquella noche su pelo estaba más pelirrojo de lo normal, debido al fuerte sol de aquel mes. Le caía por los hombros en ondulaciones casi perfectas, y sus labios rojos eran un destello en la nocturnidad parisina. Sus pies calzados con unas sencillas sandalias marrones con piedras incrustadas y un vestido beige de lino perfecto para una noche veraniega.

Cuando se despidió de su amiga siguió paseando un rato, dejándose enamorar por cada luz, por cada sonido, por cada olor de aquella ciudad maldita. La falta de sueño, o el aburrimiento, o el cariño que sentía hacia el bar o su segunda casa, hizo que decidiera pasarse por allí para comprobar que todo estuviera bien y charlar un rato con el dueño y su mujer si estaba por allí.

Desde lejos vio que las luces seguían encendidas, pero la calle en sí estaba poco transitada, por lo que no debería de haber mucha gente tomando algo ya. Entró y se dirgió rutinariamente a la barra, donde se encontraba Pierre con su mujer. La noche había sido ajetreada pero llevable, y ahora estaban haciendo caja y a punto de cerrar. En un acto de altruismo y bondad desinteresada invitó a ambos a irse a casa, ofreciéndose a cerrar ella misma. Todos sabían que acabaría mucho antes ella si lo hacía todo, así que no opusieron mucha resistencia.

Al verlos salir, Adrienne cogió un taburete, lo entró en la barra y se puso a hacer caja desde el principio. Periféricamente veía dos mesas que aún estaban ocupadas, una de ellas se levantaba para irse. Era una pareja, probablemente un matrimonio, a los que ya había visto alguna vez esporádica. Les dio las buenas noches sabiendo que ya habían pagado, posó la vista en la otra mesa y siguió haciendo cuentas. Pero de repente paró. No podía ser, algo había pasado. Posó de nuevo la vista en la última mesa que quedaba y sus ojos no podían dar crédito a lo que estaba viendo en ese preciso momento. Un chico solo bebiendo un vodka solo, con la mirada fija en ella, sonriendo divertido. Era él.

- No sabía cuánto tiempo iba a pasar hasta que te dieras cuenta de que estaba aquí. O si te acordarías siquiera de mí – dijo desde el otro lado del bar, donde se situaba.

- ¿Christian? – preguntó Adrienne temerosa, mientras se acercaba a su mesa- ¡Eres tú! – dijo cuando ya estaba lo suficientemente cerca de él - ¡No me lo puedo creer! – se sentó en la silla libre y dio un golpe en la mesa que sonó demasiado en todo el bar – Uy, perdón…

- Hola, Adrienne, cuánto tiempo. Te veo muy… morena

Adrienne se quedó confusa. ¿Morena? ¿En serio? ¿Eso era lo más ingenioso que se le ocurría después de medio año desaparecido?

- Mmm, bueno, es que es verano, ya sabes… El sol, y esas cosas… - Adrienne no podía sentirse más estúpida en esos momentos – Bueno, ¿qué ha pasado con tu vida? Te creía muerto.

- En cierto modo lo he estado, han sido unos meses horribles, sólo quiero olvidarme de ellos con este vodka, o con lo que queda de él

Adrienne percibió una ligera embriaguez en sus palabras, y no pudo evitar reírse

- ¿De qué te ríes?

- Estás borracho, ¿verdad?

- No, mucho… JAJAJAJA. Bueno, vale, un poco sí. ¿Te molesta?

- En absoluto, es de lo más divertido.

- Lo será más cuando seamos dos borrachos. Te invito a una copa, aunque el dueño ya se ha ido. ¿Por qué se ha ido sin cerrar el bar? Es tonto.

- Ahora trabajo aquí, Christian, soy yo quien cierra el bar.

- Ah, qué bien. Entonces cóbrate tu copa de aquí y ponme otra a mí – dijo a Adrienne sacando un billete de cincuenta de un fajo de billetes de cincuenta que llevaba consigo.

- No te preocupes, a ésta invita la casa.

Adrienne apartó la mano con el billete de Christian y se fue hacia la barra. Christian observaba detenidamente las curvas que dibujaban su silueta en el vestido de lino y se quedaba literalmente embobado.

- Vas muy guapa, Adrienne.

- Oh, gracias, supongo – dijo mientras servía dos vodkas (uno puro, otro con lima, para ella)

- El verano te sienta bien, no como a mí.

- Tienes que salir más a la calle, parece que hayas estado encerrado sin ver la luz del sol durante meses – dijo Adrienne dándole su vaso a Christian

- Lo importante es que ahora ya estoy en la calle y tengo la suerte de estar celebrándolo con una pelirroja a la luz de París con dos vodkas como Dios manda. ¡Brindemos!

Una hora más tarde Adrienne estaba que se subía por las paredes, a pesar de que había bebido infinitamente menos que Christian, el cual iba bastante pasado también.

- Y es como, ¿hola? ¿Es necesario que todos seáis tan increíblemente subnormales y superficiales? Ya te lo digo yo: NO.

- Cuánta ira, mujer, no es para tanto, no están a tu altura. ¿Quién puede estarlo? ¿Eh?

- Cualquier persona que sepa calzar unos buenos tacones

- ¿Siempre has de tener salida para todo?

- Sólo cuando estoy borracha. Y tengo que cerrar el local, ¡es muy tarde! Me van a matar mañana y mis padres lo harán esta noche. Soy un desecho humano y una desgracia de persona

- No eres nada de eso

- ¡Lo soooy! Y tú cállate porque no me conoces – le dijo sonriendo burlonamente (y muy borracha)

Adrienne se levantó para cerrar el local y por poco se come el suelo, suerte tuvo de que pudiera apoyarse antes en uno de los pilares del bar.

- JAJAJA, todo me da vueeeltas.

- Adrienne, creo que vas más borracha que yo, vámonos a casa.

- ¿A qué casa?

- A la mía, mi parte sobria me impide abandonarte en la noche parisina en ese estado, y si te tengo que acompañar y luego volver puedo morir en el intento.

- ¿Qué? – dijo Adrienne, que no había entendido una sola palabra.

- Nada, compartamos taxi.

- Yujuu, ¡aventuras en París!

Christian llamó como pudo a un taxi mientras Adrienne cerraba el bar. Esperaron no se sabe cuánto porque ninguno de los dos era realmente consciente del paso del tiempo en esas condiciones, y ella tampoco supo calcular cuánto tardaron en llegar a casa de Christian, pero no estaban cerca del centro.

Era un ático gigante, y no hizo falta que Christian invitara a Adrienne a pasar y a sentarse en el sofá, ella sola tuvo que hacerlo por cuestiones de vida o muerte.

- Todo me da vueltas, Christian...

- Cuando se me pase un poco mi estado de embriaguez haré café o agua o lo que sea.

- El agua no se hace, tonto.

- N’importe quoi

Adrienne se quedó apoyada en el respaldo del sofá. Todo estaba apagado, la única luz venía de la luna de París, y así era mejor, porque ninguno de los dos hubiese soportado claridad lumínica en ese momento. Miró a Christian y vio el reflejo de sus ojos perdidos en a saber dónde. Quería poder meterse en su cabeza y saber qué estaba pensando, quería saberlo todo de él.

- Ojalá no hubieras desaparecido.

2 comentarios:

  1. Me tienes enganchada!
    Igual que me tuviste cuando escribiste aquella historia cuando éramos más peques :)
    Eres genial, y quiero verte!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchísimas gracias, love. Aún recuerdo aquellos tiempos, cuando escribía la historia japonesa y me pedías los capítulos tú y más chicas de clase, con sólo 13 añitos. Ains, cómo pasa el tiempo.

      Sabes que para ti tengo 100% disponibilidad.

      Un besito :*

      Eliminar

Deja tu huella para la eternidad