- ¿Cómo te encuentras? – dijo alguien compasivamente.
Y de pronto volvió esa sensación. Esa opresión del pecho y ese nudo en la garganta que no me dejaban articular palabra alguna. Las lágrimas empezaban a brotar pasionalmente y yo deseaba morir. Otra vez ese sentimiento de pérdida, de haber perdido a alguien muy importante, alguien que quizás nunca me había pertenecido. Mi corazón se aceleraba y volvía a sufrir crisis nerviosas. Así pasaron semanas, rodeada de amigos, médicos y familiares. Todos intentaban conversar conmigo pero yo no escuchaba nada. Yo no estaba allí, había dejado de estar hacía mucho tiempo. Era como haber muerto pero estando enganchada al cuerpo, el cual pretendía sobrevivir tristemente. En un principio creí hallar en las pastillas la solución a mis problemas, por lo que pasaba el día drogada perdida hasta que me pusieron vigilancia, y fue aún peor, porque Insomnio me violaba cada noche y me dejaba su sucio olor por todo el cuerpo. Pasaban horas y horas, y cuando ya me había deshidratado lo suficiente, le recordaba.
Algunos días encontraba las fuerzas para hablar, y mis “cuidadores” creían que estaba progresando, pero se desilusionaban al oírme decir:
- ¿Dónde está?
- ¿Quién, querida?
Por supuesto que sabían de quién hablaba, pero con tal de alargar el calvario, lo que fuera.
- Sabes de quién hablo.
- … Él ya no está.
- Por qué.
- No lo sé, cielo, pero eso no importa ahora, lo primordial es que…
- Sí que importa, joder, ¡es lo único que importa! Quiero saber por qué se ha ido, por qué me ha dejado sola, por qué me ha obligado a depender así de él para dejarme muerta con su partida.
- Él no te merece, no merece que estés así por él.
- Claro que no.
- Entonces, ¿vas a esforzarte por estar bien a partir de ahora?
- No.
Y así prosiguieron mis días. Insomnio me follaba cada noche y ya ni me importaba. Comencé a fumar y a escribir. A veces bebía, no porque me gustara, sino con el pensamiento de que al vomitar, expulsaría todo el venemo que llevaba dentro y que era mucho más nocivo que el alcohol. Fumaba, follaba y escribía. Por supuesto, nadie me leía, pero eso daba igual, pues escribir era igual o mejor que vomitar. Escribía para mí, a veces para él, pero es lo de menos.
Una noche de verano, después de acabar con la botella de Vodka, me apeteció bailar. Oh, qué sensación tan genial sentí. Quería bailar, quería dejarme llevar por el viento, así que bajé a la vía del tren a esperar a mi acompañante. Fue la muerte más dulce jamás vivida.
Y bueno, no sé si ahora estoy en el cielo o en el infierno, pero me he comprado una máquina de escribir y me dedico a hacer chistes malos sobre ese infierno de ahí abajo llamado Tierra. En fin, hasta después de muerto hay que vivir de algo. Desde aquí le miro, le observo... en mi pensamiento, claro. Arriesgarme a sufrir es algo que no quiero tentar, no aquí, en el reino de los cielos/infiernos II.
Si el odio tenía límites, puedo asegurar que los he sobrepasado.
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