Es una de esas noches en la que mi alma corrompida se lamenta. Araña mis pensamientos y descose las tan mal cosidas heridas. Entonces sangro, y he de poner palabras que hagan de tiritas para calmarme y volver a la estabilidad que con mucho esfuerzo a veces consigo tener.
Éramos doce personas en la mesa, cuatro parejas, un enamorado y tres solteros. Dos de ellas manifestaban el prototipo de relación estancada y no-gratificante. La primera, acostumbrada a la monotonía, y la segunda, en una montaña rusa cuya caída en picado era inevitable, por muchas veces que se montaran en ella. La tercera pareja se componía de tres personas. El chico, la chica, y alguien que ocupaba la mente de ella. Ojos brillantes, media sonrisa esbozada, y pensamientos que retumbaban desde su cabeza hasta mi oído. La última pareja, sin embargo, me hacía sonreír. Recién iniciada, sonrisas en ambas caras, acompañados de mil caricias, abrazos, miradas cómplices… las mariposas en el estómago, las insaciables ganas de pasar más y más tiempo, el clímax de la felicidad. El enamorado tenía el amor muy lejos, triste y apartado del resto del grupo, divagaba y soñaba con que en el futuro la distancia que le separaba de ella fuera diminuta. Por el momento, según él me decía, se conformaba con verla cada ciertos meses. Yo, pobre de mí, le entendía hasta doler, pero no pretendía en ningún momento quitarle protagonismo, así que escuchaba y escuchaba, mientras las heridas de los recuerdos sangraban a borbotones. Algún soltero de los de la mesa miraba el culo de las chicas fugaces que pasaba alrededor, otros echaban miradas furtivas a la única soltera de la mesa, mientras ésta se iba muy lejos de allí.
No me iba lejos de allí. Lo cierto es que nunca había estado cerca. Me hallaba dándole patadas a piedras invisibles y jugando al pilla-pilla con mis sentimientos, pero siempre perdía. Podría decirse que había estado contenta días atrás. No sabía por qué, pero empezaba a ver mi camino dibujándose, y eso me motivaba de una manera increíble. A pesar de las recientes realidades aplastantes descubiertas, con terapias intensivas por parte de mi ángel guardián y mi sobrehumana fuerza de aguante, empecé a sonreír, incluso reír a carcajadas, disfrutar un poco de la sensación de tranquilidad que gozan las personas normales. Volví a sentir pasión por hombres, y los pelos se me erizaban al sentir elegantes provocaciones de fascinantes personajes de historias reales. Pero hoy es viernes, y el peso de toda la semana me puede, y me aplasta. Todos los dolores de navaja vuelven a rajarme, todos los recuerdos vuelven a estremecerme, comienzo a marearme y la ilusión se me queda pálida.
Me dejo caer hasta que alguien vea mi electricidad.
me encantó tu manera de expresar.
ResponderEliminarme gusta mucho como has escrito el trozo de la cena...
ResponderEliminarun saludo, y un abrazo!
Buena manera de describir, por fuera y por dentro. Yo a veces también estoy rodeado de gente pero mi alma es invisible.
ResponderEliminartu blog y tus textos me gustaron mucho.
ResponderEliminarA veces nos amarramos a la pena porque, al menos, nos hace sentir vivos, pero la pena es una enredadera parásita que apretará tu tronco hasta secarlo.
ResponderEliminarEste humilde Oráculo te regala hoy una sugerencia cinematográfica: Quadrophenia.
Cierra el paraguas. Ponte las gafas de sol.
Leerte es un placer.
*_* Me ha encantado ^^
ResponderEliminarUn saludo!
Esto debería estar más claro(de color).
ResponderEliminarHola señorita Nostalgia. Muchas gracias por desvirgar mi 'blog'. He de confesar que he disfrutado leyendo esta entrada. No sé si por lo bien redactado que está o por el sentimiento de complicidad que me provoca. Un poquito de cada, supongo. Nos leemos.
ResponderEliminarUna cena con vino negro, que no me gusta mucho. Pero si encontrara quien me acompañara en mi soledad y nostalgia en una cena como esa, beberia vino hasta hartarme y posiblemente acabaria hablando a borbotones.
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